No son lugares escondidos o evanescentes, o con un camuflaje digno del mejor Wally. Son lugares que nos rodean pero que sólo pueden acreditarse y medirse mediante artefactos, o que sólo funden en nuestra memoria mediante un soldador emocional.
Lugares que se interrelacionan con nosotros exclusivamente a través de pantallas, teclados, teodolitos, GPS´s, ojos biónicos, cuestaciones, brújulas y toda clase de circuitos impresos trufados de relés, condensadores y resistencias.
Algunos existen físicamente, pero no desvelamos su verdadera naturaleza si entre ellos y nosotros no media un intérprete en forma de interface. Como proyecciones astrales electrónicas. Lugares que, circuitería mediante, nos amplían los horizontes de la realidad y hasta cierto punto también los matizan.
Pero no nos quedaremos en los lugares más obvios que nos vienen a la cabeza. Aunque muchos de nosotros ya vivimos parte de nuestra vida en una realidad compuesta de ceros y unos, pasaremos de largo territorios digitalizados u online como Second Life o Los Sims (del que incluso han surgidos libros físicos, como la antología de poemas escritos en el idioma oficial de los sims, el simlish: Burbin Nerbs de Sergio López), y nos internaremos por regiones más inhóspitas, más virtuales. Un nuevo universo tan o más grande que el nuestro: el juego The Elder Scrolls ll, por ejemplo, permite al gamer desplazarse por un área de 163.492 kilómetros cuadrados. Casi el doble que Andalucía. ¿Os imagináis cuántos lugares os quedan todavía por visitar más allá del espacio tangible que oferta las agencias de viaje?
El lugar es tan luminoso, tan brillante, y ha permanecido durante tantos años inscrito en nuestra pantalla de ordenador, que le adjudicamos un origen virtual, sintético, como esos escenarios generados en 3D para videojuegos de última generación. Pero en realidad, ese fondo de escritorio se puede pisar. Está en el valle de Napa, California, Estados Unidos, al este de Sonoma Valley. La fotografía fue realizada por Charles O´Rear, un fotógrafo profesional que lleva más de un cuarto de siglo trabajando para National Geographic. Aunque no esperéis encontraros un paisaje tan edénico como el que fotografió O´Rear en su día. Al parecer, aquel especial aspecto sólo se dio en la primera mitad de 1990, ya que esta suave colina se hallaba entonces en total plenitud debido, paradójicamente, a un pequeño desastre: una plaga de filoxera obligó a eliminar las cepas de las vides y a plantar sólo hierba. Actualmente, pues, dejada atrás la crisis en los viñedos del Valle de Napa, la tierra vuelve a tener su habitual color marrón claro que le otorgan las vides.